Leopoldo María Panero (Madrid, España 1948)
Leopoldo María Panero. Cópula con el cadáver de la poesía
Texto, bibliografía e investigación
por Francisco Javier Casado
Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) está muerto (“Compro el periódico y leo sin asombro/ que ayer he muerto”; “decidí morir hace mucho, en el setenta y siete”). Leopoldo María Panero, poeta terminal (como lo fueran Rimbaud, Lautrèamont, Blake, Bataille, Artaud, Baudelaire…), hijo y hermano de literatos, narrador de cuentos imposibles, ensayista desequilibrante, actor en películas sobre sí mismo, esquizofrénico, suicida, vagabundo, alcohólico..., ha hecho lo que sólo unos pocos elegidos, particularmente temerarios, pueden llevar a cabo: mezclar vida y literatura, y vivir para contarlo. Pero Panero fue tocado por el único dios que arranca todas las máscaras: la muerte. Panero está muerto y en su alma –que no existe– anida ahora la sabiduría de los muertos (“El mundo duerme, mientras que los pocos que hemos despertado preparamos la gran obra de su destrucción”).
No nos engañemos, conjeturar sobre Panero por indicios físicos, reales, es en vano. De nada sirve subrayar que sus poemas han sido –y serán– incluidos en las más importantes antologías de poesía castellana, que a sus cincuenta y tantos años cuenta con una biografía publicada de más de 400 páginas, que las nuevas –y no tan nuevas– generaciones de paneristas secretos lo reivindican como si les fuera la vida en ello, que los premios y homenajes seguramente le lloverán cuando su cuerpo ya no “estorbe”. Poco sacaremos en claro insistiendo sobre temas tan trillados como su itinerario de manicomios, sus amantes, sus arrestos, su daño, su madre, su holocausto particular que es la psiquiatría. De su torpe biografía sólo quedará un hombre que eligió la muerte en vida para despertar del sueño de los inocentes. En una sociedad embustera hasta la médula, únicamente el eco desquiciado de su poesía tendrá derecho a juzgarlo (“hace falta morir, hace falta morir para amarte más y más, mujer sin nombre”).
Los callejones de la poesía –la verdadera, la que quema y es témpano de nada– son de las pocas vías puras que quedan para escapar de esta urbe alienante en que sobrevivimos. La obra de Panero posee una profundidad lírica inaudita, lacerante, explosiva. Nos salva al tiempo que nos condena. Su trascendencia es indiscutible, pero tiene un achaque imperdonable para los Señores de la polis: el tabú perpetuo. La sociedad margina todo aquello que le incomoda ignorándolo directamente, o maquillándolo a su gusto con bonitas etiquetas comerciales como la de “escritor maldito”. En el momento en que el poeta se convierte en espejo inaguantable de las miserias humanas, que se revela contra el sistema de mentiras establecido, que subvierte normas de decoro y buen gusto; en el instante en que el artista comete “ese crimen moral al que sólo se llega por escrito” (como dice el propio Panero parafraseando a Sade), sabe que está “muerto”, que nunca llegará al gran público. Su sino son la soledad y el más completo fracaso (o la victoria aterida, silenciosa, entre malvas y gusanos).
Leopoldo María Panero, ángel fracasado, niño muerto de la literatura, trovador zombi, hace tiempo que rasgó el velo del fin del mundo, fondeó los abismos de Nevermore, nadó más allá de lo que ningún hombre vivo pueda concebir, y volvió para narrarnos, en una hemorragia de cantos, su viaje (que tarde o temprano también será el nuestro).
Sus últimos poemas son epitafios. En sus libros más recientes (Águila contra el hombre, Los señores del alma, Buena nueva del desastre) mantiene un órdago constante contra la poesía misma, la página en blanco, su yo poético. Al día de hoy guarda su pequeña venganza en haikus pervertidos, redondillas asmáticas, coplas leprosas... Todo enmarañado a la perfección para que, en cualquier momento, un animal luminoso salte de entre la maleza y nos deje las entrañas en vilo. Pero esto no fue siempre así. Aunque ahora Panero se dedique a bailar sobre su tumba con el cadáver de la poesía, hubo un tiempo en que la página aún no estaba en esa insoportable albura existencial. Hubo un tiempo en que un poeta atravesaba los bosques de la locura buscando su propia vida, la cual se hallaba crucificada en la más atronadora violencia. Hubo un tiempo de monumentales himnos derruidos, enzarzados monólogos trágicos ante espejos turbios, llanuras de metáforas arrasadas por el fuego de la ficción. Pero volemos hasta el origen...
El primer libro de Panero (sin contar con la plaquette malagueña Por el camino de Swann, 1968), Así se fundó Carnaby Street (Barcelona, 1970), quedará como uno de los intentos más auténticos de practicar en España las teorías vanguardistas europeas, no sólo de su generación, sino de todo el siglo XX. Usando la poesía en prosa a lo Bertrand y Mallarmé, bajo la herencia de dadá y el surrealismo más bretoniano, e incorporando voces inéditas en el mundo poético provenientes de la publicidad, el cómic, el rock, etcétera, Panero configura un discurso extravagante, aterrador, bello y novedoso. “Terribles cuentos negros de hadas” (Gimferrer) componen, no sólo un libro con flashes escalofriantes de una infancia hecha jirones, sino una síntesis (casi) única de lo que pudieron ser los ismos más salvajes en la poesía española, pero nunca fueron (bien por culpa del enorme peso de la tradición “castellana” en la literatura del Poder, bien por la asfixia del franquismo en general).
Si en Así se fundó… la fórmula es: maltratan a un niño, y el niño se esconde en un mundo sobrerreal y absurdo ubicado en su imaginación; en los dos siguientes poemarios, Teoría (Barcelona, 1973) y Narciso en el acorde último de las flautas (Madrid, 1979), la fórmula será: maltratan a un hombre –el Hombre– y éste desata el Apocalipsis.
En Teoría, Panero traspasa el arco coherente del verbo hasta perder –o encontrar– su nombre en un “Agujero llamado nevermore/ donde la angustia suavemente presa/ donde la sangre blancamente cesa”. El extenso poema “El canto del llanero solitario” (título que define a la perfección la aridez de su oficio) es, quizá, el chillido más inhumano de toda su obra. Balbuceos infantiles, fórmulas mágicas, versos en otras lenguas (vivas, muertas, inventadas), hermetismos matemáticos, invocaciones al mal en mayúsculas, antigravedades métricas, arritmias, nombres, fechas, paréntesis, citas... Todo un maremoto de palabras, silencios y espuma (“Verf barrabum qué espuma/ Los bosques acaso no están muertos?/ El libro de oro de la celeste espuma los barrancos/ en que vuela una paloma”).
Es Narciso uno de los libros de amor más arrebatadores y extraños jamás escritos. Para Panero el amor, como la poesía, son inútiles por definición. Si sirvieran de algo, para ser correspondidos o para lograr fama e inmortalidad, por ejemplo, se convertirían en entes parasitarios y contaminados, es decir, ya no serían en esencia (que es la única manera de ser). Sólo la muerte, única amante perfecta, nos desvelará el secreto de la nada. Y la muerte es poesía, y la poesía es amor. Eros y tánatos: dos cabezas del mismo dragón abocadas a incendiarse mutuamente para conocer la verdad. “Y la verdad, desnuda y en cueros, como una película de verdad, da miedo”. “Y sin la palabra la vida da miedo”. Y “oh, todo es verdad, salvo mi alma: salvo el alma que no tengo, y que se arrodilla ante el altar de la nada”. Y “que por lo menos, en este mundo de mentiras, mi sangre al menos sea cierta!”.
Sobre estas terribles paradojas y contrasentidos, con que la tragedia del hombre deviene insoportable si no es calmada literariamente, crece el ciprés de Narciso (“Este árbol es para los muertos. Para nadie más que los muertos [...] Y que este encuentro firme ese poema,/ este feto de ángel, esta excusa/ para no terminar hoy con mi vida”).
Y en la tierra de las últimas cosas, en las tinieblas de ultratumba (en cuyo pórtico ya nos advierte John Donne: “Nadie va dormido cuando camina hacia el patíbulo”), nos encontraremos todos los elementos que manchan la obra de uno de los poetas más singulares y mágicos que haya parido Lucifer: muerte, destrucción, asesinato, pérdida de identidad, demencia, humillación, obscenidad, escatología, coprofagía, necrofilia, incesto, pornografía, sadomasoquismo... Fealdades que hacen temblar los viejos subsuelos sobre los que el mundo construye su antifaz cotidiano; oscuridades dionisíacas que, provistas del cuerpo desnudo de un Apolo atrozmente bello y poético, surgen de los mares de la locura para mostrar al hombre lo que realmente es: nada.
A Narciso le seguirán libros de gran crueldad y embrujo. La senda que conduce al paredón de la página virgen es peligrosa, máxime si encaras tu arte como una tauromaquia en que cada verso es lidia a vida o muerte. Caben destacar, entre ellos, Last River Together (Madrid, 1980), con ese desgarrador himno al alcohol que es “La canción del croupier del Mississippi” (“Escribir en España no es llorar, es beber,/ es beber la rabia del que no se resigna/ a morir en las esquinas [...] caerse húmedo babeante y tonto y/ derrumbarse como un árbol ante los farolillos/ de esta verbena cultural”). Con El último hombre (Madrid, 1983) se completa la trilogía de títulos referentes al límite, al crepúsculo del cisne (el último acorde, el último río y, por fin, el último hombre), que figuran a Panero como un visionario Juan en Patmos, escribiendo el último libro de la Biblia: el Apocalipsis. Y citaremos, también, Orfebre (Madrid, 1994), ya que marca una suerte de epifanía metapoética (“Yo he sabido ver el misterio del verso”), de encallamiento en la oquedad del espejo, en la hoja donde el poema niega la mano del poeta (“mientras tu boca agoniza/ y se ve cómo muere el poema”). Su poesía, entonces, despojada ya de cualquier aderezo magnífico y tramposo, se reduce a la mínima expresión en busca de lo inefable, dando tumbos contra sí misma.
De cualquier manera, para quien firma estas líneas, cada nuevo verso que sale de la isla de Nunca en que está recluido Leopoldo María Panero es una bendición del Diablo. Para ti, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano, no sé qué significará ni me importa. Pero si vas a adentrarte en los infiernos del aedo no-vivo, atiende a un consejo: lleva una moneda de plata y ve dispuesto a regresar con la baba de los alucinados colgando (o a no regresar jamás, ¡qué demonios!)
Temblad, bellas durmientes, los muertos arrecian los bajíos del abismo. La Balsa de la Medusa embarrancada está en la sien del último poeta.
Texto completo y algunos poemas en:
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